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EQUITATIVAMENTE POBRES

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Comentario de Parashat Trumá, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina

¿Qué relación existe entre la injusticia y la pobreza?

No me parece para nada difícil la respuesta a este interrogante. La relación no solamente es directa, sino que es un vínculo de tipo causa-efecto.

Me animaría a postular que -además- estamos ante una cuestión directamente proporcional, ya que a medida que se incrementa la injusticia, la pobreza inevitablemente se exaspera.

“La espada llega al mundo por la demora y la perversión de la justicia”, afirmaban los sabios en el Tratado de Principios del Talmud. Evidentemente eran testigos de que una espera desmesurada por lo justo, y obviamente su corrupción, eran los ingredientes ideales para que la violencia, a través de sus múltiples manifestaciones, se adueñara de la escena.

Y cuando no hay ausencia ni de alimentos, ni de bienes ni de territorio, pues entonces lo que se denomina asépticamente “pobreza” no es otra cosa que la violencia disfrazada con los ropajes de la inequidad. Una violencia vivamente sostenida por un sistema salvaje que, en general, va restringiendo las libertades y las igualdades humanas más básicas, a la luz de rendirse (nunca gratuitamente) a las maquiavélicas manos del bendito mercado.

No hay que ser necios ni leer en estos párrafos un ataque principista al capitalismo, más allá de que tal vez sería bueno ir diseñando algún modelo social con mayores tasas de equidad.

Se trata de moderar, como siempre, aquello que no es automáticamente moderado.

En la tradición judía aquel parentesco entre justicia y pobreza se refleja incluso en la terminología conceptual con la que abordamos estos temas. Es curioso que tzedek signifique “justicia” y que tzedaká, por su parte, se refiera al conjunto de acciones destinadas a paliar el desastre de la pobreza.

Esta raíz compartida, precisamente, hace mella allí donde se quiere divorciar una cosa de otra, sosteniendo generalizaciones perversas del estilo de “los pobres son pobres porque no quieren trabajar”, o “los pobres son pobres porque no quieren estudiar”, o “que la pobreza la arregle el gobierno, ya que para eso pago mis impuestos”.

Es tan fácil predicar desde el púlpito de una sinagoga o de una iglesia como lo es pontificar desde el estrado de la suficiencia y la comodidad, sin haber sido víctimas de todo lo que rodea a las privaciones y a las penurias.

Hay muchísima más gente de la que uno cree que quisiera trabajar y que tiene trabas hasta para contestar un aviso clasificado o para llegarse a la entrevista de empleo. Hay muchísima más gente de la que uno cree que quisiera estudiar o enviar a sus hijos a la escuela y deben optar, a la fuerza, por dejar los estudios para hacer alguna que otra changa. Y el gobierno solo, lo sabemos, no puede arreglar todo.

Maimónides enseñaba en el siglo XII que existen ocho grados de valor creciente en el cumplimiento de la tzedaká (el sistema judaico del combate a la pobreza). El más elevado, afirmaba, consiste en dar apoyo a la persona que se ha empobrecido, ya sea por medio de un donativo, un préstamo, o mejor aún asociándose a ella u ofreciéndole trabajo, de manera que se fortalezca lo suficiente como para que ya no tenga necesidad de pedir la ayuda de los demás.

La idea era, como lo graficaban algunos relatos populares del Medio Oriente, ayudar a acomodar la carga del camello cuando se estaba comenzando a ladear, antes de que se cayera, ya que para levantarla del piso se requería el triple de personas para volverla a su lugar.

Una actitud preventiva que, por cierto, hoy escasea en la mayoría de las latitudes. Una atención extrema por las carencias, antes de que se conviertan en tales.

“Toda persona debiera estar más interesada en sus necesidades espirituales que en sus necesidades materiales, pero las necesidades materiales de nuestro prójimo deben formar parte de nuestras necesidades espirituales”.

Rabí Israel Salanter, que vivió en la Europa Oriental del siglo XIX y fue testigo de hambrunas, sequías y otras calamidades más asociadas con el ser humano, fue el autor de esta máxima. Y no lo hacía en el aire. Venía portando siglos y siglos de preocupación por una problemática de difícil resolución, pero que muchas veces se evitaba suponiendo que con el mero cumplimiento de la ley y sus ordenanzas, el problema desaparecería.

Y había (y hay) quienes se cubrían bajo un legalismo a ultranza, sin entender que, como decía Najmánides ya en el siglo XIII, “se puede ser un perverso cumpliendo con toda la Torá”. Se puede jugar al justiciero y dejar, a la vez, tendales de despojados en el camino.

Es que la justicia, en su formato de leyes, no puede ser un fin en sí mismo, sino que debe aspirar a tornarse en una catapulta para lograr una vida más sacralizada, algo que en términos sociales se traduce en un mundo más equitativo.

El Talmud advierte en el tratado de Taanit que cuando la comunidad está en problemas, una persona no puede decir “iré a mi casa a comer y a tomar algo para estar tranquilo”.

Casualmente Taanit es el tratado de los ayunos, como si por lo bajo hubiera un susurro a gritos que obligara a cada uno de nosotros a preguntarse quién es, en fondo, el que se ha pauperizado.

Mientras no entendamos que la tzedaká es el arte de enriquecer teniendo menos, no habremos alcanzado el tzedek, la justicia.

Y seguiremos siendo todos equitativamente pobres.

Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina

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