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Purim: secretos, vino y aire acondicionado

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Por Marcelo Polakoff

La historia de Purim, que celebramos hoy, podría resumirse así: hace más de 2.400 años, un malvado primer ministro persa (tal vez antecesor de Ahmadinejad) decide echar a suerte el día en que aniquilará al pueblo judío. En menos de 24 horas consigue la aprobación del rey Asuero, monarca del imperio más poderoso del momento. A los pocos días, no sólo fracasa el plan, sino que Hamán es colgado y su enemigo público número uno (Mordejai) es colocado en su lugar. Como relato es fantástico, tal vez en el más literal de los sentidos.

Y así y todo, en ningún momento del libro de Ester se menciona el nombre de Dios, algo bien extraño para un texto bíblico. Aún cuando varios comentaristas se ufanen por encontrar el nombre divino en forma de acrósticos o de otras alusiones indirectas, el hecho concreto es que en sí mismo no aparece. ¿Por qué será?

Tal vez parte de este secreto se encuentre analizando el nombre el nombre de su heroína, “Ester”, que a la vez significa “lo escondido”. Es así, que desde el nombre del relato, ya podemos vislumbrar que se apunta a revelar lo oculto, que es la Presencia Divina que, a lo largo de todos los versículos, paradójicamente, se presenta ausente.

¿Qué otro designio más que el divino podría haber trocado el andar de esta historia de manera tan impresionante? Y aunque intentemos adjudicarle a la casualidad la responsabilidad de los sucesos de Purim, como a otros sucesos aparentemente milagrosos, no terminamos de darnos cuenta de que los milagros no necesariamente tienen que ver con el quiebre de las leyes de la naturaleza (como el cruce del Mar Rojo), sino que también se dan bajo los parámetros pretendidamente racionales de la vida cotidiana.

Tal vez por eso este secreto esté vinculado con el vino. La ley judía legisla que en Purim estamos obligados a beber vino hasta no poder diferenciar entre el malvado de Hamán y el bendito de Mordejai. Esta sorprendente y única permitida “curda judía” no tiene como fin tan sólo el ponerse alegre, como corresponde en Purim, sino que también pretende colaborar en el proceso del develamiento del gran secreto.

No casualmente el Talmud nos recuerda que “cuando el vino entra, el secreto sale”. Obviamente, esta fiesta no se trata de una competencia de tragos. De lo que se trata es, a través del vino y de los disfraces, de poder burlarse de uno mismo suponiendo, como lo hace la mayoría, que estamos el resto de los días del año en pleno control de nuestros destinos, sin darnos cuenta de que la mano divina va operando permanentemente en la existencia, pero detrás de bambalinas.

Ya lo dice el mismo nombre de la festividad: Purim, plural de “pur” que significa “azar” o “lotería”. Ese supuesto “azar” que utilizó Hamán para determinar el día de la destrucción de nuestro pueblo, fue lo que terminó poniendo patas para arriba su siniestro plan, mostrando a las claras la intervención divina, aún a pesar de la ausencia de su mención.

Claro que para comprenderlo se precisa conocimiento y sabiduría. Cosas que, en general, y como en el caso del vino que mientras más añejo mejor, se adquieren con la edad (a veces ni siquiera con ella).

¿Y dónde quedó el aire acondicionado? Quedó en una historia que pasa por ser real y que dice así: En un soleadísimo día de agosto, los hermanos Greenberg se allegaron hasta las oficinas del fabricante de autos y declarado antisemita Henry Ford. Hyman Greenberg, el mayor de los tres, inició el diálogo: “Mister Ford, tenemos un invento que va a revolucionar el mercado automotor”. Ford los miró escéptico, pero las amenazas de los Greenberg de ofrecer su idea a la competencia lograron que siga interesado.

Norman Greenberg, el hermano del medio, dijo que preferían mostrárselo. Todos juntos se encaminaron hacia el estacionamiento del edificio, donde se hallaba el coche de los Greenberg, y lo invitaron a Ford a entrar al auto. “Están locos –dijo el empresario–. Allí adentro debe haber 50 grados”.

Max, el hermano menor, le dijo que no se preocupara, y ya dentro del auto, le pidieron que apretara un botón. Intrigado, Ford lo apretó y de golpe una refrescante brisa comenzó a salir de varios paneles ubicados en diferentes lugares del auto, y no sólo ya no hacía calor, sino que estaba bien fresco. Ford se maravilló e inmediatamente les preguntó cuánto pedían por la patente.

Norman dijo: “Un millón de dólares”. Y luego de una pausa agregó: “Pero hay un detalle más. Queremos el nombre Greenberg Brothers Air Conditioning estampado junto al logo de Ford”.

“La plata no es problema –contestó Ford–, pero de ninguna manera voy a tener semejante apellido al lado de mi logo en mis autos”.

La negociación siguió dentro del refrescante automóvil y finalmente llegaron a un acuerdo. El precio ascendería al millón y medio, y no iba a figurar el apellido. Sin embargo, los nombres de los tres hermanos iban de allí en más a estar en todas las consolas del aire acondicionado de todos los Ford. Es por eso que hoy mismo en el panel del aire de cualquier Ford claramente se descubren sus nombres: Hi-Norm-Max.

No siempre está a la vista la firma divina. No siempre comprendemos ni vislumbramos la maravilla de los milagros cotidianos.

Muchas veces tenemos la cabeza demasiado fría. Al calor del vino de Purim tal vez podamos empezar a descubrir tamaños secretos.

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