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Parashat Ki Tavó: Una de persecuciones

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Comentario de Parashat Ki Tavó, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina

Una vez, al entrar Rabí Pinjás de Koretz a la casa de estudio, vio que sus discípulos, que habían estado hablando vivamente, callaron de pronto y lo miraron. Él les preguntó: «¿De qué hablaban?»

Respondieron: «Rabí, hablábamos acerca del miedo que tenemos de que nos persiga la inclinación al mal, el Ietzer HaRá.»

El les contestó: «No teman por eso. Ustedes no llegaron tan alto como para que el Ietzer HaRá los persiga. Por ahora, son ustedes los que lo persiguen a él».

Este osado cuento jasídico -aportado por Martin Buber a su famosa antología- pone de manifiesto el hecho de que probablemente Sigmund Freud haya imaginado los conceptos de su teoría acerca de la estructura del inconsciente a la luz de los textos del Talmud, los cuales evidentemente manejaba.

¿Encuentran mucha diferencia, acaso, entre la idea del “ello” y la del Ietzer HaRá, el impulso al mal? ¿Y no es bastante similar el freudiano “súper yo” al talmúdico Ietzer HaTov, el impulso al bien?

Para nuestros sabios rabinos, todo ser humano nace con ambas inclinaciones, por lo que nuestra vida, en parte, se convierte en el intento de tratar de profundizar todo lo atinente a la inclinación positiva, y a la vez, poder tomar la poderosa energía con la que fluye la inclinación contraria para de alguna forma sublimarla (¡perdón por la veta psi!) y encauzarla a buenos puertos.

Ya lo decía el Rebe Najman de Bratslav: «Si crees que puedes destruir, cree con la misma fuerza que puedes reparar».

Una tarea sencillísima para describir pero muy complicada para ser llevada a cabo, aún con la dosis exacta de libre albedrío con la que venimos de fábrica.

¿Puedo interrumpir con una terrible y verídica historia?

Era un verano tórrido en Polonia. Corría el año 1941 y las tropas nazis ya hacía dos semanas que habían penetrado en territorio controlado por los soviéticos. Una apacible aldea polaca llamada Jedwabne, con sus 3200 habitantes no pudo -como prácticamente todas ellas- mantenerse al margen de la contienda.

Se dio allí un fenómeno muy curioso: el 10 de julio de ese año, la totalidad de la población judía del pueblo (salvo 7 personas que contaron la historia) fue quemada viva en un enorme granero municipal, a manos de sus vecinos de siempre, ante la vista cómplice de los soldados nazis. Fueron casi 1600 hombres, mujeres y niños que pasaron a formar parte de las cenizas de los 6 millones de judíos que conformaron el nefasto resultado de la Shoá, del Holocausto.

Recuerdo este hecho, no aislado por cierto, porque en esa misma región polaca de Lomza, en dos pueblos vecinos a Jedwabne, llamados Wigoda y Tikutin, las reacciones fueron diferentes.

En uno de ellos, los lugareños hicieron la vista gorda frente a las atrocidades nazis que con sus propias manos cometieron crueldades semejantes, y en el otro, los vecinos se enfrentaron al poder alemán, ocultando a la mayoría de los habitantes judíos en sus hogares y campos.

Evidentemente, hasta en las vivencias más dramáticas, la ética y la individualidad le escapan al determinismo. Frente a prácticamente iguales condiciones de vida y de educación, la gente actúa de manera distinta ante las mismas situaciones extremas.

Están los que se asocian “de prepo” al sadismo, dando rienda suelta a su impulso al mal. También están los que optan por la diplomática e ilusoria neutralidad voyeurista de apreciar a distancia cómo el mal es obrado por otras manos.

Pero, gracias a Dios, están también los que abandonan el rol de observadores para constituirse en la esperanza de que nuevos Holocaustos no sucedan, porque ven, a partir del Ietzer HaTov, del impulso al bien, en el rostro del prójimo su propia humanidad.

Ya lo decía el psiquiatra Bruno Bettelheim, justamente un sobreviviente de los campos de concentración nazis: “Culpar a los otros o a las condiciones externas por las propias faltas de conducta puede ser el privilegio de los niños, pero si un adulto niega la responsabilidad sobre sus propios actos, estamos ante un nuevo paso hacia la desintegración de su personalidad”.

A ciencia cierta, en términos judaicos, el mal no tiene entidad per se. Y salvo por algunos relatos folklóricos de la literatura judía medieval, estar poseído por algún tipo de demonio es claramente una muy buena excusa como para no hacerse cargo de las propias cuitas.

¡Si hasta el pobre Satán ha sido presa de tanta incomprensión!

Me explico: la palabra “satán” aparece por primera vez en la Torá, en el texto bíblico del libro de Números, en su capítulo 22, y no una sino dos veces, con una sola y única posible traducción: “obstáculo”.

El “satán” es originalmente todo obstáculo que se nos presenta -generalmente no de frente ni abiertamente- para dañarnos. Muchas veces somos nosotros mismos quienes los convocamos, desamarrando los diques que contienen al Ietzer Hará, al instinto maligno.

Aun cuando este concepto hebreo más tarde en la Biblia haya tomado forma angélica (especialmente en el libro de Job), no ha perdido a lo largo de los siglos -incluso en otras tradiciones religiosas bajo formatos mucho más poderosos- su objetivo primordial: molestar un tanto.

De todas formas, la cuestión sigue siendo como al principio, ¿quién persigue a quién?

En una porción de la Torá como la de esta semana, pletórica de maldiciones a manera de advertencia para aquellos que osen alejarse de los mandamientos, me parecía prudente acercarnos a este complicado tópico de una manera alternativa, preguntándonos dónde encontrar las coordenadas que nos acerquen o alejen del mal. No parecen estar tan apartadas, ¿verdad?

¡Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina

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