Comentario de Parashat Ki Tisá, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina
“En el siglo XIX el problema era que Dios estaba muerto;
en el siglo XX el problema es que el que está muerto es el hombre”
Erich Fromm
Nos hallamos en los principios del siglo XXI, y muchas cosas hacen suponer -con algún grado de pesimismo realista- que al final de esta centuria tal vez la descripción más precisa sea la de un “doble asesinato”: un siglo sin humanos, y sin Dios.
Son épocas complicadas, donde el relativismo peca paradójicamente por absolutismo, sufriendo así su más profunda condena. Es que si todo es relativo, también esa misma afirmación lo es, pero si ese postulado es lo único que no es relativo, pues entonces es absoluto, y automáticamente la idea de que todo es relativo deja de tener sentido.
Parece un jueguito de palabras, pero créanme -un verbo muy atinado en estos lares- que no lo es. Ya lo afirmaba Bertrand Russell, uno de los pensadores seculares más brillantes del siglo pasado, cuando consideraba los peligros de una moral desprendida de la idea divina y decía: “No se me ocurre como refutar los argumentos del subjetivismo de los valores éticos, pero me encuentro incapaz de creer que todo lo que es malo y cruel sea aquello que sencillamente no me gusta”.
Otro muchacho llamado Albert Einstein (que algo tuvo que ver con el tema de lo relativo) escribía de su pluma: “Percibir que por detrás de todo lo que puede ser vivenciado hay algo que nuestra mente no consigue captar, y cuya belleza y sublimidad nos rozan apenas indirectamente como un tenue reflejo, eso es religiosidad. Y en ese sentido soy religioso”.
Estas reflexiones aparecen aquí pues hace un tiempo arribó a nuestras tierras (made in Europe) la nueva moda urbana del ateísmo activo, impulsada indudablemente con algún grado de basamento filosófico, pero básicamente apoyada en un marketing poderoso. Con origen en Londres y sus famosos colectivos rojos de dos pisos, estos pintorescos autobuses fueron decorados con la siguiente leyenda: “Dios probablemente no exista, así que deje de preocuparse y disfrute de su vida”.
La idea prendió rápidamente en otros paises y la leyenda pudo ser vista en varios idiomas y latitudes. Y esa sensación tal vez era la misma que tenía el pueblo judío en este episodio de la Torá cuando veían que Moshé no descendía del monte, y descreyendo un tanto apresuradamente tanto de Moshé como de Dios se dedicaron a reemplazarlos con un becerro de oro…Parece como si fuera una especie de proclama a favor del ateísmo.
Aclaremos un punto básico de entrada nomás: no tengo nada en contra de los ateos (mientras no se confunda el ateísmo con una actitud antirreligiosa).
Es más, en cierta forma hay veces en que les envidio el hecho de no sentirse ni observados ni interpelados por un ente superior. Claro que en el fondo, se me aparecen como aquellas personas que tienen enfrente de sus ojos un tesoro, pero sin poder aprehenderlo.
En última instancia, como me decía un viejo amigo, no es tan importante que uno crea en Dios; muchísimo más importante es que Dios crea en uno.
Así lo afirman las fuentes judías, al poner más énfasis en la acción que en la fe, ya que al decir del Talmud es como si Dios enunciara: “No me importa que crean en mí, pero sigan mis leyes”. Por supuesto, y a fin de cerrar el círculo, el Talmud termina insinuando: “porque si siguen Mis leyes, creerán en Mí”.
A tal punto llegaban las discusiones de los sabios que se permitían preguntarse -bajo la absoluta libertad de pensamiento que caracterizó y caracteriza al pueblo hebreo- cuál había sido el sentido de que justamente Dios habilitara la posibilidad de negar su propia existencia.
La respuesta es maravillosa: postulaban que la negación de Dios es completamente necesaria para evitar disipar las angustias de este mundo con un cálido y a la vez malicioso “¡que Dios te ayude!”.
Vale decir que nuestros rabinos nos enseñan que ante cualquier situación cotidiana donde la presencia de cada uno de nosotros (en formato de esencia y de acción) es requerida para dar una mano, la conocida salida “que Dios te lo pague” es precisamente una afrenta a lo divino, mientras que -paradójicamente- un “ateísmo momentáneo” es lo que termina reafirmando a Dios.
Pues entonces si releemos el mantra ateo que predica “Dios probablemente no exista, así que deje de preocuparse y disfrute de su vida”, veremos que -al menos desde lo que me permito interpretar en las fuentes judías- el problema más serio que presenta esta propuesta no es la probable inexistencia de Dios, sino la consecuencia que se promueve, que es la de dejar de preocuparse y la de disfrutar la vida.
La falacia profunda radica allí, al separar la preocupación del goce.
Y es en ese nudo complejo donde se halla uno de los núcleos de lo íntimamente más religioso.
Si me preocupo -no desde el miedo y el temor al castigo divino- sino desde la propuesta de “seguir Sus leyes”, si me maravillo no sólo ante la omnipotencia de lo divino reflejado en la naturaleza del universo y de cada ser que me interpela desde mi propia potencia, si no me escudo en lo subjetivo y relativo para dejar caer al prójimo, entonces mi preocupación se torna disfrute.
Y la vida y Dios van de la mano.
A corto plazo tal vez la despreocupación lisa y llana pueda ser homologada en algunos casos al placer, pero quizás a mediano plazo, y seguramente a largo, esa acomodaticia despreocupación inevitablemente se torna harto preocupante, cuando nos damos cuenta del sentido que perdemos precisamente por la ausencia de preocupación.
Por eso, y con el permiso de los incrédulos autores de la idea, permítanme recrear el lema y clamar: “Dios existe, así que empiece a preocuparse y disfrute de su vida”.
Me parece que este colectivo nos deja más cerca.
¡Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina
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