Comentario de Parashat Jaiei Sará, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina
“Antes de casarte, estate seguro de saber muy bien de quien te vas a divorciar”
(Refrán idish)
Maravillas del idioma idish, ese dialecto creado por el pueblo judío hace un poquito más de mil años en la Europa Oriental y que -sin ninguna duda- ha generado toneladas de sabiduría popular encerradas en pequeños y fantásticos relatos y dichos.
Pues he aquí uno de ellos, pleno de ingenio.
Y a decir verdad, por más que resulte un tanto horrendo el hecho de considerar un matrimonio desde el punto de vista (hasta el momento vagamente teórico) de la posterior conclusión del vínculo, no es un dato que merezca ser obviado.
Notemos de paso que semejante proverbio toma de por sí en consideración uno de los elementos centrales de toda boda judía: la ketuvá, el contrato matrimonial.
Es que no existe casamiento de no mediar una ketuvá, y allí -amén de especificarse los nombres de los novios y de los testigos de la consagración, y especialmente lo que se espera de los esposos- aparece muy detalladamente la distribución de los bienes presentes y futuros para el caso de divorcio o viudez.
¿Qué diantres tiene que hacer el divorcio precisamente en un documento matrimonial?
Muchísimo.
Comencemos por la Torá en esta semana, cuando se produce el primer matrimonio «judío» entre Itzjak y Rivka, un «shidaj» arreglado por Abraham a través de su mayordomo Eliezer, pero aceptado claramente por la novia, y que se torna en el primer texto bíblico que utiliza el verbo «amar» para referirse a una pareja. Es una muy buena excusa semanal para también hablar del divorcio…
Mucho más adelante en la Torá, en el comienzo del capítulo 24 del Libro del Deuteronomio está claramente prescripta la posibilidad del divorcio, un dato que le otorga al pueblo judío una experiencia de casi 3.000 años con respecto al tema.
De cualquier manera, no es una experiencia de la que sentirse orgulloso ni feliz. A tal punto llega el reconocimiento de nuestros sabios de lo doloroso de esta situación que en el Talmud se afirma que cuando un divorcio acaece “incluso el altar del Templo de Jerusalem derrama lágrimas” (Guitín 90b).
Es innegable que esos mencionados versículos bíblicos tienen un alto dejo de machismo, pues el divorcio era solamente una prerrogativa masculina. Sin embargo, tratados posteriores fueron prácticamente igualando los derechos de los esposos en lo que se refiere al guet, al divorcio, y ya hace varios siglos que el sólo acuerdo entre ambos cónyuges es suficiente como para dar fin a su matrimonio.
Aquella invención rabínica del “contrato matrimonial” tiene un fundamento explícito en el mismísimo tratato que debate sus pormenores, el de Ketuvot. Allí (39b) se nos refiere que la ketuvá fue dada a luz “para que no resulte fácil divorciarse”.
Es que en última instancia, la idea de nuestros sabios estaba vinculada a dificultar el final del matrimonio cuando se tratara de una ira momentánea o de un problema que -aunque grave- podía tener solución.
Esta preocupación primigenia por preservar la familia hacía que la ketuvá se convirtiera por un lado en otra estrategia para frenar el divorcio, y por otro se terminaba constituyendo a la vez, en la primera póliza de seguro femenina que registre la historia humana. Sucede que -de producirse el divorcio- el marido debía compensar a su ex esposa con la suma explicitada en la ketuvá, a fin de que no quede desprotegida ni ella ni sus hijos dentro de un contexto social que, generalmente, repudiaba a las mujeres que se alejaban de sus maridos.
El incluir aunque sea de manera velada el tema del divorcio en el instante de la boda también expresa en alguna medida un principio judaico por el que se sostiene que los lazos humanos son pasibles de ser santificados, y al mismo tiempo, de ser desecrados.
No es casual entonces que el casamiento en hebreo se denomine kidushin, cuya mejor traducción sería “consagración”, pues lo que se afirma en esta unión justamente sacra es la idea de sostener a partir de allí en más que uno solamente es “sagrado con”.
Si todo va bien (incluyendo los malestares propios de todo vínculo de pareja), la consagración mutua dará frutos en amor, en crecimiento, y tal vez en hijos. Pero si la cosa no va, precisamente por haberse cosificado y cuando no hay posibilidad real de reconstitución de la vida en común, el último recurso se transforma entonces en una especie de mitzvá, de precepto positivo.
El guet, el divorcio, aparece entonces como el dispositivo prescripto por la tradición judía para la desconsagración, lo que le permitirá a cada uno de los esposos volver -si tienen suerte- a poder consagrar sus vidas a través de un nuevo amor.
Así como el shabat, el tiempo sacro semanal, es bienvenido y consagrado cada viernes por la noche con el vino del kidush (de igual raíz que “kidushin”, casamiento), el sábado al anochecer se concluye este lapso sagrado con la ceremonia de la havdalá, que significa nada casualmente “separación”.
Separación de lo sagrado que dejamos atrás en el shabat en un caso, divorcio de la consagración que se ha desconsagrado, en otro.
¿Y con Dios qué hacemos?
Mas allá de lo irreverente de la pregunta (como si nosotros pudiéramos hacer algo, en dichos términos, con respecto al Creador) es dable preguntarse qué rol ocupa en estos vericuetos.
Nuestros jajamim, nuestros sabios, sostienen que la Shejiná, la Divina Presencia, reside donde un hombre y una mujer se aman verdaderamente.
El planteo es precioso, porque cuando el misterio del amor se torna inefable, hay momentos de la relación matrimonial en los que es difícil no percibir algo del aliento divino por delante de bambalinas.
El argumento inverso postularía en consecuencia que el divorcio alejaría entonces a Dios, borrando su presencia de la vida de dichos cónyuges. Nada de eso es correcto. Es más, existía en la antigüedad un ritual bastante tétrico por medio del cuál se comprobaba la veracidad o no de una acusación de infidelidad hacia una mujer. Dentro de sus extrañísimos elementos se incluía un papel en el que se escribía el nombre divino que era arrojado a un recipiente con aguas amargas. Si la sospecha era infundada, el matrimonio volvía a la normalidad (¿normalidad?) de su vida cotidiana. Si era correcta la sospecha, mejor ni enterarse…
Ahora, el punto realmente destacable de tal protocolo era que inexorablemente el nombre de Dios, con toda la carga de sentido y de relevancia que conlleva, era completamente borrado por las aguas. Vale decir que con el único objeto de reconciliar a un hombre y a una mujer, incluso el tetragrama, el sagrado nombre divino, debía ser disuelto.
El matrimonio judío, en todo caso, sigue promoviendo desde su exacto inicio que si la consagración esperada no llega a buen término, sea solamente esa consagración lo que se disuelva a través del divorcio.
Para que se resguarde la responsabilidad de cada nombre y apellido.
Para que nada ni nadie se borre.
¡Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina
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