Comentario de Parashat Noaj, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina
“La paloma volvió a él al atardecer, y he aquí que traía una rama de olivo en el pico. Así entendió Noé que las aguas habían disminuido sobre la tierra. Esperó aún otros siete días y envió la paloma, la cual no volvió más a él.” (Génesis 8:11-12)
Probablemente me encuentre en franca minoría.
No importa. Si este arrebato es compartido más allá de mis anchuras, tal vez habremos dado un pequeño paso hacia una comprensión diferente de lo que significa la paz.
Me adelanto: me disgusta profundamente el símbolo de la paloma con la ramita de olivo. Y lo digo aquí y ahora, porque en este shabat leemos una vez más, en todas las sinagogas del planeta, la historia del arca de Noé.
Y nos volvimos a encontrar con este personaje bíblico, paradójico por cierto, que da origen a un segundo proyecto de humanidad.
Es que el primero no había resultado muy alentador que digamos. Las diez generaciones que separaban a Adán de Noé, comenzando por Caín, no hicieron más que llenar la tierra de violencia y corrupción. El escenario para su destrucción ya estaba montado. Si Dios no decidía el diluvio, seguramente los seres in-humanos lo habrían traído igual. Y quizás no hubiera quedado nadie vivo para recomenzar la historia.
Lo cierto es que Noé es elegido por ser “justo e íntegro en su generación”. Los sabios talmúdicos, siempre atentos a cualquier resquicio hermenéutico del texto, se preguntan si el hecho de que así sea descripto “en su generación” implica un piropo elocuente o una crítica sutil. No es una pregunta menor. Porque se puede sostener que ser justo e íntegro entre una banda de forajidos es tarea fácil para una persona promedio, y que por ende puesto Noé en una sociedad relativamente normal, no se habría destacado en absoluto. Aunque también es dable pensar que si justamente pudo permanecer así de justo y de íntegro en medio de un ambiente de tanto terror, era porque sus cualidades morales excedían las del común de los mortales.
Tiendo a apoyar la primera moción. Y aporto las pruebas.
En primera instancia, Noé es prácticamente mudo. En todo el texto bíblico tan sólo pronuncia unas pocas palabras dedicadas a sus tres hijos, demasiado tiempo después del diluvio. Fíjense: se le anuncia que todo el planeta va a ser destruido y que solamente se salvará su familia, y él….en silencio. No le avisa a nadie. No intenta modificar la conducta de nadie. No busca soluciones alternativas para nadie. Pareciera como si no le interesara nadie, más allá de su esposa, sus tres hijos y sus tres nueras. Noé calla, y otorga.
¡Qué diferencia con Abraham, dispuesto a pelearse con el mismísimo Dios para rescatar a los justos que podrían estar habitando Sodoma y Gomorra!
Segunda evidencia. ¿Saben qué hizo Noé al salir del arca? Plantó una viña y se emborrachó, quedando desnudo a la vista de su familia. Triste imagen para el hombre que había sido designado para salvar el mundo. Tan triste como honesta. Demasiada carga para soportar. O un remordimiento enorme por no haber intentado otra cosa. El lenguaje de la Torá es magistral: evidentemente quedó desnudo. Carente de humanidad, despojado de la responsabilidad por los otros. Vacío de compromiso. Pasivo.
Vayamos ahora por la paloma.
Fue la prueba cabal que tuvo Noé de que las aguas habían bajado. Y de allí en más, con su ramita de olivo, el ícono prácticamente universal de la paz. ¿Qué paz?, me pregunto.
Si más allá de lo sucedido o de lo no sucedido antes del diluvio gracias a la inacción de Noé, es precisamente cuando bajan las aguas que quedan al descubierto la mayoría de los desastres. Aparecen las epidemias, la podredumbre, las pestes, la desolación más amarga.
Pobre raza humana. Hemos elegido mal una y otra vez. Y creo que hemos errado hasta en el símbolo. Porque la paz de la paloma de Noé es la de un arca muy chiquita, con lugar para muy pocos. La misma paz que todavía creen tener quienes viven en islas de armonía, rodeados de la ignominia más penosa, sin darse cuenta de que más tarde o más temprano las mismas aguas turbias nos sumergirán a todos.
Si queremos paz, pues entonces no nos sentemos a mirar por la ventana cómo van cayendo las primeras gotas, ni tampoco esperemos tranquilos que bajen las aguas si ya ha llovido demasiado.
A la paz no se la mira ni se la espera. La paz se persigue. Se construye. Se amasa, y hasta se lucha por ella.
La paz es enemiga de la pasividad.
La paz no se proclama. Se ejerce. Se contagia, y también se defiende.
Y casi nunca está sola. Porque si la paz es Paz con mayúscula, suele estar acompañada por la libertad, la justicia y la verdad.
Tal vez sea por eso que la palabra Shalom provenga de una raíz hebrea que significa “integridad, completud”.
Porque la paz que es parcial, tampoco es paz.
Noé no lo entendió. La paloma, afirma la Biblia, nunca más volvió a él.
Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina
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