Por el Lic. Alejandro Bosack
Según los biólogos, los humanos pertenecemos al reino Animalia, es decir, también somos animales. Por ello, si cumpliéramos literalmente las advertencias de los carteles como “Prohibido ingresar con animales al salón”, no podríamos entrar a esos locales.
De todas formas, sería interesante interrogarnos acerca de cuál es la representación que internalizamos sobre un animal no humano, por ejemplo una vaca o un oso. La respuesta, en general, tiene que ver con el pensamiento mecanicista de que el animal es un objeto. Esta cosmovisión supone una mirada antropocéntrica de la naturaleza, y podría definirse mediante la siguiente proposición: como el hombre es el único ser vivo capaz de fabricar máquinas, el comportamiento de la naturaleza debe estudiarse como si ésta fuera una máquina, al servicio del humano.
Desde luego que hay muchas personas que establecen relaciones empáticas con sus animales. También son numerosas las organizaciones que defienden sus derechos. Pero no hace falta visitar un matadero para darnos cuenta que, para la sociedad en general, las criaturas no humanas se consideran materia, un recurso más para aprovecharlo en beneficio del hombre.
En cuanto a la relación del hombre con la naturaleza en general, más allá de las pretendidas buenas intenciones de los humanistas, desde la ciencia ambiental se asevera que uno de los más graves problemas actuales del planeta es la actitud devastadora de la especie más salvaje (ya saben a quién me refiero).
En efecto, la especie humana es la mayor depredadora de la Tierra, y la única que fabrica el peor producto de nuestra cultura: la basura (material y simbólica). Además, se atribuye el derecho de someter a su gusto a la naturaleza, como si ésta fuera una máquina de su producción cultural.
Aunque la corriente de pensamiento materialista no lo reconozca, los animales no humanos y hasta las plantas son mucho más que un trozo de materia. Basta con leer el libro “La vida secreta de las plantas” de Peter Tompkins (que describe con lujo de detalles las capacidades sensoriales de los vegetales y sus fuertes relaciones con los otros reinos naturales), o comprobar cómo cuando se les manifiesta afecto pueden mejorar su aspecto y/o su desarrollo, para comprender que se puede establecer con el resto de los seres vivos un vínculo de pares, una relación de comunión. ¿Acaso no nos comunicamos con un perro que corre eufórico a nuestro encuentro cuando retornamos a casa a la vuelta del trabajo o de un viaje?
Más que las propuestas de “la vaca nos da leche, dulce de leche, manteca, queso y carne”, ó “el árbol nos da sombra, frutos, madera”, prefiero la metáfora de “abrazar al árbol”, curiosamente también un ejercicio habitual en la práctica del Tai Chi Chuan, un milenario arte marcial taoista, de origen chino.
En Rosh Hashaná de cada año renovamos en nuestra comunidad el Pacto Comunitario, o Brit Kehilá. Su 19º acuerdo prescribe que “El cuidado de la naturaleza no es opcional”. Esta potente idea recupera el pensamiento del brillante filósofo y escritor judío Martín Buber: “La base espiritual de la esencia humana es el vínculo con la naturaleza”. Por mi parte, agrego que esta relación funciona como espejo: si tomamos al resto de los seres vivos y a la naturaleza en general como objetos, nos convertimos en otros objetos. Y si nos emocionamos acariciando a una mascota, percibiendo la fragancia de una flor y/o contemplando la majestuosidad de un árbol que vimos crecer, es porque nuestro corazón reconoce que son también nuestros prójimos y compartimos con ellos el mismo hogar.
¡Shaná Tová Umetuká!
Lic. Alejandro Bosack
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