La fecha se había acordado con antelación, y el sádico ataque terrorista del Hamas que acabó con la vida de 1400 israelíes (bebés, niños y ancianos incluidos) -perpetrado el sábado 7 de octubre- podría también haber terminado con el encuentro pautado. Sin embargo no fue así.
La decisión fue sostenerlo, y a pesar de que en cierto modo se trataba de una ocasión festiva, el contexto de semejante violencia desatada por el terrorismo más alevoso, lo terminaba haciendo aún más necesario todavía.
Se trataba de un doble suceso.
Por un lado, el Congreso Judío Mundial, vale decir la representación federativa de las comunidades judías de 100 países del globo, iba a inaugurar su oficina en el Vaticano.
Y por el otro, le entregaríamos en mano al Papa Francisco un documento presentado inicialmente en el mismo Vaticano en noviembre de 2022 cuando sostuvimos en la sala sinodal la primera asamblea ejecutiva de nuestra organización internacional dentro de la Santa Sede. Dicho documento lleva por nombre “Kishreinu” (“Nuestro Vínculo”) y lo habíamos empezado a soñar junto a Claudio Epelman, el responsable del diálogo interreligioso del CJM, un mes antes de que comenzara la pandemia del coronavirus. Desde noviembre pasado y hasta ahora el escrito circuló por las distintas comunidades judías. En ese periplo fue corregido y mejorado hasta alcanzar su redacción final tornándose en una especie de respuesta judía a la declaración católica “Nostra Aetate”, presentada en 1965 durante el Concilio Vaticano II, y que cambió para siempre el vínculo de la Iglesia Católica con el resto de las religiones, y en especial con la judía.
El miércoles 18 de octubre, en un precioso atardecer romano, fijamos las “mezuzot” en las puertas de nuestra flamante sede vaticana junto a Ronald Lauder -el presidente del CJM-, al Cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado de la Santa Sede, el Embajador de Israel y distintas autoridades de las comunidades judías y católicas. Se sumaron con mucha calidez al evento nuestro querido cardenal cordobés Ángel Rossi, y el cardenal uruguayo Daniel Sturla, con quienes compartimos a posteriori unas ricas “pizzas interreligiosas”, a un par de cuadras de la Basílica de San Pedro.
La mañana del jueves nos llevó hasta la Sala del Tronetto en el Palacio Apostólico Vaticano, donde el Papa Francisco nos recibió de muy buen talante. El bastón y su paso lento pero decidido no aminoraron en absoluto su ya tradicional jovialidad a pesar de sus 86 largos años.
El grupo era pequeño, nueve visitantes (con fotógrafo incluido), y después de los cálidos saludos Ronald Lauder le hizo entrega formal de “Kishreinu”, sellando así un capítulo más de los buenos vínculos que venimos fortaleciendo juntos, y que justamente había comenzado en ese mismo ámbito 11 meses atrás.
Comentamos acerca de la inauguración de la oficina, y cuando el Papa preguntó por la dirección y se dio cuenta de que era en uno de los edificios que pertenecen a la Santa Sede, nos pidió entre risas que seamos puntuales con el pago del alquiler.
La situación del conflicto en Gaza, como era de esperar, se convirtió en el tema central del encuentro, y obviamente la seriedad y la preocupación genuinas se adueñaron de la escena.
Compartimos distintas opiniones acerca de la dificultad de este nuevo conflicto y la novedad de la obscena saña de la matanza y el secuestro de familias enteras, y el padre Jorge -que no perdió esa cercanía a pesar de ser el Papa Francisco- nos contó que hacía pocos días había conversado con su amiga Edith Bruck, deportada a Auschwitz a los 13 años. Compungido y triste nos comentó que Edith le había dicho que las imágenes de lo sucedido en los poblados del sur de Israel la retrotraían a la misma crueldad que había atravesado en su infancia, y que a pesar de su voluntad de pontífice para intervenir de algún modo en este nuevo estallido de violencia, era evidente que cuando uno de los participantes es un grupo netamente terrorista se reducen al mínimo las posibilidades de cualquier tipo de diálogo.
Ronald Lauder le pidió que hiciera escuchar su voz pidiendo por la liberación de los rehenes, algo que ya había señalado al principio de esta nueva guerra pero que repitió este último miércoles durante la tradicional audiencia general pública matutina, insistiendo también en su preocupación por todos los temas humanitarios que rodean a este conflicto bélico.
Ya nos estábamos despidiendo y se le cayó el bastón. Cuando se lo levanté le deseé “refuá shleimá” para su rodilla, pidiéndole a Dios que le otorgue curación completa, mientras se cerraba la puerta y el Papa se quedaba charlando unos minutos más a solas con su amigo Claudio.
Ahí, en ese preciso instante, se me apareció la imagen de la colocación de las mezuzot que habíamos hecho tan solo unas horas antes sobre las puertas de la nueva oficina.
Todo giraba alrededor de eso. De aperturas y de cierres. De sabernos bisagras, con la posibilidad de aislarnos o de conectarnos.
Es casi una cuestión de ecuaciones.
Mientras más insistamos en la imperiosa necesidad de seguir abriendo puertas de diálogo habrá más esperanza.
Mientras más promovamos la apertura de espacios de convivencia indudablemente se reducirán cada vez más los espacios de violencia.
Mientras más fijemos en nuestros hogares, nuestras culturas y nuestras religiones textos sagrados que nos impulsen a acercarnos al prójimo, más nos alejaremos del riesgo de que esos mismos textos puedan ser tomados como rehenes de lecturas fanáticas y fundamentalistas.
La semana pasada, en Roma, volvimos a sellar esos compromisos.
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