No anduve siempre en amores, tal como sugiere el tangazo de Homero Expósito y Héctor Stamponi, y aun así la maravillosa voz de Julio Sosa en su peculiar estribillo me interpela y clama: “¿Qué me van a hablar de amor?”.
Hablemos de amor, entonces, pero con voces de más de tres milenios de existencia y de una actualidad envidiable.
Y hagámoslo en reconocimiento a Iaakov, nuestro tercer patriarca, que en «Vaietze» -la porción de la Torá de esta semana- se enamora perdidamente de Rajel.
Recordemos entonces que el texto bíblico desborda de preceptos, y el amor no es ajeno a ellos.
La Torá condensa el mandato de amar en tres sujetos, y punto. Supongo que nuestros avezados lectores ya se habrán imaginado tal vez a uno o a dos de ellos.
Sin dudas el amor a Dios aparece como uno de esos mandamientos. Es casi obvio. Un llamado tan esperable como difícil de precisar. ¿Qué será amar a Dios?
Quizá una manera creativa –y a la vez integral– de entenderlo sea fijar nuestra atención en los otros dos casos en los que se nos comanda semejante actitud.
El segundo de los sujetos a ser amado (tal vez también adivinado por varios de ustedes) es el del prójimo. La máxima de la Torá que afirma “ama a tu prójimo como a ti mismo” se nos ofrece así como una especie de prueba de amor; pero no del prójimo, sino del amor a Dios.
Propondría la siguiente ecuación: todo aquel que presume de su amor al Creador, pero no comparte esa emoción con sus prójimos carece de amor por el primero.
Es una condición necesaria: no puede proclamarse el amor a lo divino eximiéndose del amor a nuestros semejantes.
Pero he aquí que la tradición hebrea, experta como pocas en la sensación de “extranjeridad”, avanza otro pasito y pone delante de nosotros un precepto más sobre el amor: el que hay que profesar a los extranjeros…
Es claro, tener un cierto afecto por aquellos que son prójimos o semejantes no conlleva un gran desafío. El reto consiste, entonces, en poder desplegar un trato similar a quienes son distintos, a quienes nos resultan extraños o extranjeros.
Aquella ecuación suma así un nuevo planteo: tal vez el amor a Dios sea el resultado exacto de la suma entre el amor al prójimo y el amor al extranjero.
Por si fuera poco, ese tango empieza diciendo: “Yo he vivido dando tumbos, rodando por el mundo y haciéndome el destino”…
Rabino Marcelo Polakoff
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