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Padres liberados

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Comentario de Parashat Vaishlaj, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina

La discusión de la imputabilidad o la inimputabilidad en este caso es accesoria. Y no hay lagunas jurídicas en absoluto.

Si se es varón, al día siguiente de cumplir los 13 años –y en el caso de las mujeres con los 12–, la ley judía recae por completo sobre ellos.

Vivirlo como yugo es una opción posible, pero también es dable considerar esta asunción mayúscula de responsabilidades como bendición, pues la adultez se presenta virgen pero no inocente y se nos muestra como una invitación abierta y auspiciosa a la inhóspita aventura de darle sentido a la autonomía personal (autonomía que, no está de más repetirlo, siempre debe conjugarse en primera persona del plural).

Este pasaje inmediato de la niñez a la adultez –aunque sea formal– no cuenta con la moderna mediación de la adolescencia, un fenómeno sociocultural relativamente nuevo en la historia humana, con no más de 200 años de antigüedad. Un fenómeno que todavía no terminamos ni de captar ni de definir (no sólo en términos jurídicos).

Por eso la idea original era brillante: hasta esa edad eran los padres los responsables por la conducta de sus hijos, pero de allí en más nadie podía refugiarse en sus progenitores para buscar la protección de la pena. Se era responsable sí o sí, si se quiere a la fuerza. Y tan mal no funcionaba…

Siempre me llamó poderosamente la atención la bendición que la tradición judía prescribe, desde hace milenios, para ser pronunciada por los padres en el momento de la celebración de este ritual de pasaje. Su traducción literal reza: “Bendito sea Dios, que me liberó de sus castigos”. A primera vista se escucha bastante horrenda. Es como si el padre (en realidad ambos padres) estuviera esperando este momento tan sólo para librarse de las responsabilidades que hasta allí le cabían por las macanas de sus vástagos. Sin embargo, una revisión más concienzuda de sus secretos podría arrojar cierta luminosidad acerca de qué implica ser padre.

Vayamos a por esa maravillosa palabra: “padre”. Buceando su origen lingüístico llegaríamos al latín pater o patris, de donde también provienen padrón, patrono, paternal, patria y también patricio, patriarca y patrimonio. No mucho más que ello. Del griego recogeríamos patéer sin sumar nuevos sentidos a los ya conocidos. Ahora bien, si nos asomamos más atrás y arribamos al hebreo, nos toparemos con algo por lo menos magistral, que precede y también explica al latín y al griego. De paso, reconozcamos que es muy adecuado investigar el origen de esta palabra precisamente en esta porción de la Torá, que es en la que hay como una especie de “frutilla del postre” para la paternidad extrema. ¿Por qué? Porque nuestro tercer patriarca, Iaakov, termina de tener su último vástago, Biniamin, el decimotercero de la lista, contando también a su hija Dina.

La raíz hebrea “P.T.R” (pronunciada como “petarani” en la bendición para la mayoría de edad de los hijos) implica –como fue señalado– “liberar”. ¿Acaso hay otra cosa que caracterice al “patrón»” que no sea su capacidad de liberar a los esclavos?

Y bien entendido, ¿no es justamente el padre aquel que tiene la misión de liberar a sus hijos para que recorran por su propia cuenta y riesgo los caminos que ellos mismos emprendan?

Claro que para liberar seriamente, quien es liberado debe estar provisto de las herramientas necesarias para construir su independencia, condición sin la cual toda liberación termina siendo siempre ficticia. Por eso es que la tarea que conduce a la llegada de semejante instante debe estar acompañada de permanentes caricias al imperio de la ley, un territorio más que propicio para no hacer de esa emancipación hacia la sociedad un sendero al desastre.

En tiempos de tantos padres liberados, en épocas en que muchas veces se confunde quién es quién, en períodos de incertidumbre acerca de tantos límites alterados, valdría la pena volver a prestarle un poco más de atención a nuestro rol paterno.

Es casi imperioso.

No vaya a ser cosa que el padre que tiene la “P” mayúscula y la patria nos lo demanden.


¡Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina

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