Comentario de Parashat Vaieshev, por el rabino Marcelo Polakoff, de la Kehilá de Córdoba, Argentina
Nuestro tercer patriarca, Iaakov, había tenido doce hijos (y una hija). El preferido de todos era Iosef, y no lo ocultaba. Aquel vástago tampoco evitaba que sus hermanos lo sufrieran dando rienda suelta a cuanto comentario pudiera hacer que aumentara en grado sumo sus celos y sus broncas (con sueños de grandeza incluidos, sueños que más tarde se revelarían proféticos).
El escenario estaba montado para repetir la violencia fraternal de Caín y Abel, y casi con idéntico resultado. El intento de homicidio es tan elocuente que de no ser por una sugerencia del primogénito Reubén, reforzada por un argumento de Iehudá, la sangre habría llegado al río. De hecho llegó, ya que después de haber arrojado a Iosef a un pozo en pleno desierto, los hermanos deciden tomar su túnica multicolor -precisamente el regalo especial que le había entregado sólo a él su padre Iaakov y que cargaba en sí todo el peso de los celos- para remojarla en la sangre de un cabrito y llevársela a su padre como testimonio de la desaparición de Iosef “devorado por las fieras”.
La verdad es que vale la pena leer el relato original a partir del capítulo 37 de Bereshit, del Génesis. No tiene desperdicio alguno.
Ahora bien, la mención a dicho capítulo no es caprichosa sino que fue absolutamente intencional, pues sucede aquí algo por demás curioso. Es la primera vez en la Torá que se corta un relato, y esto no puede ser pasado por alto.
Hagan el siguiente ejercicio: tomen el libro del Génesis y lean de corrido desde el capítulo 1 hasta el 37. Si les parece demasiado (ojalá que no) restrinjan su esfuerzo a la historia de Iosef y sus hermanos, empezando la lectura en el capítulo 37 (como verán hemos reducido la exigencia considerablemente, lo cuál no es una buena noticia, pero en fin, avancemos…).
¿Qué sucede al final de dicho capítulo? Iosef, en lugar de morir en el pozo, es vendido como esclavo a unos mercaderes que se dirigían a Egipto.
Ahora por favor abran el texto en el capítulo 39. ¿Qué tenemos allí? Literalmente dice en su primer versículo: “Llevado, pues, Iosef a Egipto, Potifar -un egipcio oficial del faraón, capitán de la guardia- lo compró de los ismaelitas que lo habían llevado allá”. Es la continuación exacta del capítulo 37. ¿Y entonces? ¿Qué hay del 38? Nos hallamos frente a frente de un capítulo intruso, un relato -en principio- completamente desconectado de la historia que veníamos transitando y que sin embargo se va a tornar tal vez en una de las secciones (a mi gusto, claro) más relevantes de toda la Torá. ¿No será demasiada responsabilidad afirmar eso? Lo verán con sus propios ojos, pero me atrevería a garantizárselos…
No hay más chance que leer el capítulo entero, sin prisa ni pausa (está en un apartado), y después retornar aquí ya que lo iremos analizando por partes, o mejor dicho, de bocado en bocado…
Quiero dejar constancia que los argumentos centrales de esta mirada acerca del relato de Iehudá y Tamar los he aprendido de dos libros maravillosos del rabino Mordejai Gafni: “Vadai” y “Safek”, que solamente se hallan publicados en hebreo. Y recuerden que este capítulo es prohibido para menores de edad…
Iehudá “se aleja de sus hermanos” y toma por esposa a una caananea, algo por cierto muy mal visto en la familia de nuestros patriarcas. Tiene tres hijos varones: Er, Onán y Shela. Y casa al mayor con Tamar, pero su hijo es muerto por Dios por causas que desconocemos. Como lo indica la ley del levirato, Iehudá le entrega a Tamar a su segundo hijo (Onán) para que perpetúe el nombre de su hermano muerto. Pero Onán (¿les suena el término “onanismo”?) no quiso tener un hijo a nombre de su hermano, y también su vida fue sesgada por orden divina. Quedaba el más chico, y Iehudá le mintió a Tamar diciéndole que retorne a la casa de su padre a proseguir con el duelo mientras Shela iría creciendo. En realidad Iehudá, de alguna manera, le atribuía la culpa de la muerte de sus dos primeros hijos a su nuera, y no quería que se repitiese la historia. Tamar obedeció a su suegro. Pasaron los meses y Iehudá quedó viudo, y cuando concluyeron los días de su viudez se dirigió a lo de su amigo Hirá para esquilar sus ovejas. Sucede entonces que le avisan a Tamar que Iehudá llegaría a Timnat, y ahora la cuestión se complica…
Citemos literalmente lo que sigue:
Entonces se quitó ella los vestidos de su viudez, se cubrió con un velo para no ser reconocida y se puso a la entrada de Einaim, junto al camino de Timnat, pues veía que Shela había crecido y que ella no le era dada por mujer. Cuando Iehudá la vio, la tuvo por una ramera, pues ella había cubierto su rostro. Entonces se apartó del camino para acercarse a ella y, sin saber que era su nuera, le dijo: -Déjame ahora llegarme a ti.
No está nada mal para una novela taciturna, pero en realidad estamos ante un relato de enorme sabiduría.
Tamar se está a punto de convertir en la mejor maestra que Iehudá llegaría a tener a lo largo de su vida. Quien hasta ese momento no había todavía dado muestras de poder hacerse cargo del cuidado de sus prójimos va a comprender en carne propia el costo de tal incapacidad.
Quien provenía de una familia en la que el engaño era un invitado permanente a la mesa va a tener que salir de ese círculo vicioso. ¿O no recordamos acaso, amén de Abraham e Itzjak haciendo pasar a sus esposas por sus hermanas, el caso de Iaakov engañando a Itzjak y a Eisav, Labán engañando a Iaakov, Lea engañándolo también, y sus hijos haciéndole creer que Iosef estaba muerto?
Es tan magistral la lección de la Torá que el único de los tres hijos de Iehudá del que conocemos su lugar de origen es Shela, el menor, nacido en “Keziv”. Un dato menor y esencial a la vez, pues esa palabra denota en hebreo la raíz de “engaño”.
Tamar sabía que había sido engañada por quien no tenía el coraje de hacerse cargo de sus cuitas, y aún al costo de arriesgar su vida, va a enseñarle a Iehudá a descubrir que ese coraje existe, y que vale la pena ejercerlo…
Continuemos con la historia.
-¿Qué me darás por llegarte a mí? -dijo ella. -Te enviaré un cabrito de mi rebaño-respondió él. -Dame una garantía, hasta que lo envíes -dijo ella. -¿Qué garantía te daré? -preguntó Iehudá. Ella respondió: -Tu sello, tu cordón y el bastón que tienes en tu mano.
Parece que Iehudá no tenía efectivo. Y Tamar lo sabía. Le ofrece a cambio de sus servicios un cabrito (nada casual, ¿recuerdan con qué se disfrazó Iaakov de Eisav?) y Tamar acepta el trato, pero no sin antes pedirle una garantía.
Necesitamos aquí una pausa.
Esto es lo que verdaderamente significa “kol Israel arevim ze laze”, que como judíos somos mutuamente “arevim”, es decir mutuamente… ¿“responsables”?
Es en este capítulo 38 de Bereshit donde aparece la mayor concentración de esta raíz hebrea ערב (arev) en toda la Torá.
De hecho hace su aparición por vez primera en el texto bíblico en el formato de ערבון o sea “eravon” como “garantía” en el versículo 17, para repetirse en el 18 y en el 20.
¿Qué es una garantía? Es la responsabilidad llevada a su máxima expresión, porque implica que el garante se hará cargo por completo de aquel que no pudo hacerse cargo de sí mismo. El garante es en última instancia el que va a poder asegurar la continuidad de un vínculo, el que no va a permitir que ese vínculo se corte.
Y lo que está en juego en nuestro caso es ni más ni menos que el linaje más importante del pueblo judío, el de Iehudá, por el que recibimos tal nombre: “iehudim”, “judíos”. El linaje de David, el linaje mesiánico.
Tamar pide garantías de identidad para enseñarle a Iehudá que él debe constituirse en el garante de su familia, de su pueblo.
Iehudá todavía no lo comprende. Necesitamos acompañarlo en su aprendizaje. Precisamos retornar a la Torá.
Iehudá se los dio, se llegó a ella y ella concibió de él. Luego se levantó y se fue; se quitó el velo que la cubría y vistió las ropas de su viudez.
Iehudá envió el cabrito del rebaño por medio de su amigo, el adulamita, para que éste rescatara su garantía de la mujer; pero no la halló. Entonces preguntó a los hombres de aquel lugar, diciendo: -¿Dónde está la ramera que había en Einaim, junto al camino? -No ha estado aquí ramera alguna -dijeron ellos. Entonces él se volvió a Iehudá y le dijo: -No la he hallado. Además, los hombres del lugar me dijeron: «Aquí no ha estado ninguna ramera». Iehudá respondió: -Pues que se quede con todo, para que no seamos objetos de burla. Yo le he enviado este cabrito, pero tú no la hallaste.
Sucedió que al cabo de unos tres meses fue dado aviso a Iehudá, diciendo: -Tamar, tu nuera, ha fornicado, y ciertamente está encinta a causa de las fornicaciones. Entonces dijo Iehudá: -¡Sacadla y quemadla! Pero ella, cuando la sacaban, envió a decir a su suegro: «Del dueño de estas cosas estoy encinta». También dijo: «Mira ahora de quién son estas cosas: el sello, el cordón y el bastón». Cuando Iehudá los reconoció, dijo: «Más justa es ella que yo por cuanto no le he dado a mi hijo Shela». Y nunca más se llegó a ella. Aconteció que, al tiempo de dar a luz, había gemelos en su seno.
La Torá no deja de sorprendernos con sus ironías. El lugar del encuentro de la pareja es “Einaim”, o sea “ojos”, tal vez para demostrar quién ve y quién no. Y quién tiene la bendición de poder encontrar en el otro aquello que uno mismo tiene vedado reconocer.
La estrategia de Tamar da resultado. Iehudá comprende y reconoce de inmediato, al reconocer en su “garantía” (sus signos de identidad, justamente) que solamente es él quien debe entregarse como garantía de su propia continuidad. Reconoce en su paternidad lo que no había podido ver en lo fraternal. Entiende por fin que la virtud de ser hermano consiste precisamente en ello, en transformar competencia y celos en entrega y cuidado mutuo. Que ser responsable con mayúscula es tornarse en garante.
No queda otra alternativa que seguir leyendo. Y adentrarnos a partir del capítulo siguiente, el 39, en la historia de Iosef en Egipto, quien después de varias peripecias vitales (con acoso sexual femenino, prisión y análisis de sueños incluidos) terminará como virrey de la nación más poderosa de la tierra.
Sus hermanos llegarán a Egipto para buscar comida pues están con רעב, con “raav” (hambre) y sin reconocerlo, Iosef (llamado ahora Tzofnat Paneaj) sí lo hará, y urdirá un plan muy complicado que pondrá a sus hermanos prácticamente en la misma situación límite que el mismo Iosef sufriera unos cuantos años antes. ¿Sus hermanos habrían aprendido la lección? ¿Volverían a dejar a uno de ellos en un pozo y a través de ese abandono volverían a sumirse ellos mismos en un nuevo eslabón de la cadena de irresponsabilidad y violencia que se venía repitiendo desde Caín y Abel?
Hay quienes vemos en el primero de los cinco libros del Pentateuco un maravilloso intento de construir a lo largo de sus páginas nada más ni nada menos que una familia, y en este sentido aquello que garantiza (qué poco sutil esta palabrita por aquí…) el éxito de toda empresa familiar –y si no es así que lo desmientan los que se ocupan de analizar las empresas de familia- es el buen vínculo entre los hermanos.
Si lo fraterno se cuida, si lo fraternal se valora, pues hay futuro posible. De lo contrario el cierre del Génesis volvería cuál espejo a reflejar cómo la sangre de Abel sigue clamando desde el fondo de la tierra.
Si en cambio, después de tantas idas y vueltas, de tantas peripecias e intríngulis familiares, Bereshit concluye con una verdadera hermandad, misión cumplida. De un proyecto así se podrá pasar en Shemot, en el Libro del Éxodo, a la construcción ya no de una familia, sino de un pueblo: una familia de familias.
En el capítulo 42 queda claro el panorama: 10 hermanos de Iosef van a buscar alimento a Egipto, ya que Biniamín, el menor y a la vez hermano de Iosef (de la misma madre, Rajel) permanece con su padre Iaakov (Israel). Iosef los acusa de ser espías y a través de un interrogatorio se anoticia de que su padre aún vive y que está acompañado de su extrañado hermano menor.
Toma prisionero a todos por tres días, y finalmente deja a Shimón encarcelado hasta que retornen con Biniamín a Egipto para comprobar la veracidad de sus dichos. Sólo así los liberará.
Los hermanos comienzan a entender que la historia se está empezando a cobrar sus cuentas, y no logran convencer a Iaakov para que permita viajar a Mitzraim al menor de sus doce hijos. Ya era suficiente con haber perdido a Iosef, y tal vez a Shimón también, como para seguir agregando tragedias a la historia familiar.
Es en el capítulo siguiente que la raíz de “arev” (ערב) como “garante” va a corporizarse como verbo por única vez en el libro del Génesis, y de hecho coronará su aparición estelar de la magistral clase de Tamar.
Iehudá enfrentará a su padre asumiendo el riesgo de volver a Egipto a liberar a Shimón haciéndose cargo por completo del cuidado de Biniamín. Lo va decir en los versículos 8 y 9 del capítulo 43 de esta forma:
Iehudá le dijo a su padre Israel: — Yo seré su garantía, envía al muchacho y nos iremos ahora mismo, para que nosotros y nuestros hijos podamos seguir viviendo. Yo te respondo por su seguridad; a mí me pedirás cuentas. Si no te lo devuelvo sano y salvo, yo seré el culpable ante ti para toda la vida.
Las palabras claves son אנוכי אערבנו “anoji eervenu” que significan “yo seré su garantía”.
La raíz ערב estrenada por Tamar en su curso acelerado de responsabilidad mutua es ahora utilizada por Iehudá cuando se da cuenta de que alguno de los hermanos tiene que jugarse por los demás y que ese hermano tiene que ser él. No más pozos para nadie, no más abandonos en la familia. Está decidido y Iaakov lo nota de entrada, permitiendo el viaje.
Al llegar a Egipto, en los capítulos 43 y 44 Iosef, por medio de una nueva triquiñuela, amenaza con encarcelar a Biniamín acusado de un falso robo, hasta que vuelvan a verlo con su anciano padre Iaakov. Y aquí Iehudá, con la lección ya muy bien aprendida, se coloca frente al virrey de la nación más poderosa de la tierra de igual a igual y le espeta –no sin riesgo de ser muerto por su impertinencia- el siguiente discurso:
—Mi señor, no se enoje usted conmigo, pero le ruego que me permita hablarle en privado. Para mí, usted es tan importante como el faraón. Cuando mi señor nos preguntó si todavía teníamos un padre o algún otro hermano, nosotros le contestamos que teníamos un padre anciano, y un hermano que le nació a nuestro padre en su vejez. Nuestro padre quiere muchísimo a este último porque es el único que le queda de la misma madre, ya que el otro murió. Entonces usted nos obligó a traer a este hermano menor para conocerlo. Nosotros le dijimos que el joven no podía dejar a su padre porque, si lo hacía, seguramente su padre moriría. Pero usted insistió y nos advirtió que, si no traíamos a nuestro hermano menor, nunca más seríamos recibidos en su presencia. Entonces regresamos a donde vive mi padre, su siervo, y le informamos de todo lo que usted nos había dicho. Tiempo después nuestro padre nos dijo: «Vuelvan otra vez a comprar un poco de alimento.» Nosotros le contestamos: «No podemos ir si nuestro hermano menor no va con nosotros. No podremos presentarnos ante hombre tan importante, a menos que nuestro hermano menor nos acompañe.» Mi padre, su siervo, respondió: Üstedes saben que mi esposa me dio dos hijos. Uno desapareció de mi lado, y no he vuelto a verlo. Con toda seguridad fue despedazado por las fieras. Si también se llevan a éste, y le pasa alguna desgracia, ¡ustedes tendrán la culpa de que este pobre viejo se muera de tristeza!» »Así que, si yo regreso a mi padre, su siervo, y el joven, cuya *vida está tan unida a la de mi padre, no regresa con nosotros, seguramente mi padre, al no verlo, morirá, y nosotros seremos los culpables de que nuestro padre se muera de tristeza. Este siervo suyo quedó ante mi padre como responsable del joven. Le dije: «Si no te lo devuelvo, padre mío, seré culpable ante ti toda mi vida.» Por eso, permita usted que yo me quede como esclavo suyo en lugar de mi hermano menor, y que él regrese con sus hermanos. ¿Cómo podré volver junto a mi padre si mi hermano menor no está conmigo? ¡No soy capaz de ver la desgracia que le sobrevendrá a mi padre!
Entremedio de semejantes palabras de valentía Iehuda le revela a Iosef כי עבדך ערב את הנער “ki avdeja arav et hanaar”, vale decir pues su servidor se responsabilizó (literalmente “garantizó”) por el joven. Y se lo deja clarito clarito: si Iosef quiere, que sea él quien se quede en Egipto, pero jamás Biniamín, pues él dará su vida por su hermano.
La escena que sigue, tal vez motivada por tal demostración de fraternidad, es una de las más emocionantes de la Torá. En el capítulo 45, y de manera inmediata después de escuchar a Iehudá, Iosef pide a sus sirvientes que se retiren y cuando queda solo, cara a cara con todos sus hermanos, se descubre ante ellos con su verdadera identidad, acompañado de lágrimas, abrazos, sorpresa e incredulidad. También miedos por temor a una venganza; miedos que son disipados en el acto por Iosef, quien reconoce en su especial destino el sello inobjetable de lo divino.
¿Será que “Kol Israel arevim ze laze” no significa que todos los judíos somos mutuamente responsables?
No estoy tan seguro. Sin embargo, de lo que no tengo dudas es que una traducción más fiel del sentido literal de la palabra “arevim”, sumado a los múltiples sentidos que parecen rodear a este término tan poco frecuente en la Torá –y a la vez tan preponderante- apunta a entender dicho término como “garantes”.
Y a las pruebas me remito: ser garante es adosarle a la responsabilidad un quantum enorme de mayor cuidado, al punto tal de tornar esa garantía en la certeza de que quien es garantizado puede estar más que tranquilo ya que hay un hermano a mano que con su propio pellejo se brindará por él.
Por ende “Kol Israel arevim ze laze” -bien entendido- debiera traducirse como “todos los judíos somos garantes unos de otros”.
El rostro femenino de la garantía lleva el nombre de Tamar. El final feliz del Génesis lleva el sello que recuperó Iehudá.
La familia está ahora bien constituida. Una novedad para la Torá.
Llegará entonces el turno de armar la familia de familias, un nuevo desafío: construir un pueblo.
¡Shabat Shalom!
Rabino Marcelo Polakoff
Kehilá de Córdoba, Argentina
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